Aquella noche te llamé para que vinieras a mi casa y simplemente pasar un rato entre amigas. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y teníamos muchas cosas de las que hablar. Siempre habíamos sido mejores amigas durante toda nuestra infancia, y desde hacía ya algunos años, el trabajo, los estudios y nuestras vidas personales nos habían ido alejando cada vez más. Era el momento idóneo para encontrarnos y ponerlos al día de nuestras alegrías y tristezas. Sin embargo, no me podía imaginar que aquella inocente reunión terminaría convirtiéndose en toda una bacanal de sexo lésbico explícito.
Nos saludamos dos besos muy efusivos y nos sentamos para disfrutar de la cena. Pizza, bebida y un poco de picoteo era la excusa ideal para que habláramos de forma distendida de nuestras cosas. Cuando me contaste que habías empezado a experimentar el sexo con otras mujeres no me lo pude creer, pero al ver tu semblante serio, entendí que no me estabas tomando el pelo. Fue entonces cuando me atreví a confesarte que, durante una época de mi vida, me había llegado a sentir confundida en cuanto a mi tendencia sexual. Incluso había podido llegar a sentir atracción sexual hacia ti. Aquella confesión, en contra de resultar algo violenta, despertó en ti una sonrisa de oreja a oreja. Tú también te atreviste a confesarme que habías sentido algo por mí, y en ese justo momento, como si una fuerza extraña nos obligara a ello, nos besamos apasionadamente.
Quizá para ti era algo normal, pero para mí todo aquello era algo completamente nuevo. Nunca había besado a una chica, y ahora estaba a punto de enrollarme con mi mejor amiga. Gracias a que me diste esa tranquilidad que siempre me das, pude controlarme y seguir tus pasos para que aquella primera experiencia sexual lésbica fuera del todo placentera. Me desnudaste con tus delicados dedos, despojándome de toda la ropa. Yo hice lo propio, recreándome en tus firmes y turgentes pechos. Tanto tiempo había anhelado acariciarlos, tocarlos y sentirlos con mis propias manos, y ahora tenía libertad total para disfrutar de ellos en todo su esplendor.
Nos tumbamos en el suelo, completamente desnudas, y me propusiste hacer la tijera. Yo estaba encantada con la idea, porque sabía en qué consistía aquella postura sexual y me parecía algo fácil y sencillo como primera experiencia lésbica. Por eso mismo, nos abrimos de piernas y nos encajamos perfectamente la una a la otra. Nuestras pelvis se movían de manera frenética con el único fin de que nuestros coñitos se frotaran el uno con el otro. Sentir tu chocho caliente y húmedo contra el mío fue para mí una experiencia maravillosa. Tú te movías con una gracia pasmosa, y yo me dejaba hacer y sentía un gusto que nunca antes había experimentado con un hombre. El sexo entre nosotras fue algo más suave, delicado, y al mismo tiempo, intenso.
Tras una larga sesión de roce, nuestros coños estaban listos para ser penetrados. Por eso mismo nos colocamos una al lado de la otra, y con la ayuda de nuestros dedos, nos masturbamos mutuamente. Era una gozada sentir tus dedos juguetones dentro de mí, ya que sabían perfectamente dónde tocar para dar en el clavo. Me acariciabas el clítoris y yo me estremecía de placer. Así estuvimos varios minutos, tocándonos y encadenando un orgasmo detrás de otro. Mientras nos metíamos el dedo hasta el fondo, con la otra mano nos acariciábamos los pechos y nos lamíamos los pezones. Finalmente, alcanzamos el último orgasmo, el más intenso y el definitivo. Nuestros cuerpos se estremecían y nuestras voces gemían ante tanto placer obtenido.
Tras el sexo, nos vestimos tímidamente, como si hubiéramos hecho algo prohibido. Gracias a tus palabras, comprendí que lo que acabábamos de hacer era algo completamente normal, y que si yo quería, podríamos volver a repetir la experiencia todas las veces que quisiera. Realmente yo estaba deseando volver a follar con ella en cuanto fuera posible, y así se lo hice saber. Entonces nos fundimos en un abrazo y un beso apasionado, señal inequívoca de que aquello se iba a volver a repetir más pronto que tarde.